Si el PIB no mide bien cómo va una economía, ¿Cómo lo hacemos?

A día de hoy, nuestras economías y nuestros dirigentes enfocan la mayor parte de los esfuerzos socioeconómicos de un país hacia potenciar el crecimiento del PIB o Producto Interior Bruto. Ésta es una medición aceptada globalmente para evaluar el progreso y el desempeño de un país, y por lo tanto se constituye en la vara de medir por la que se juzgará la política económica de cada gobierno. El problema es que la política de utilizar como indicador económico principal el crecimiento del PIB, lejos de ser perfecta, conforme avanzan los años, es cada vez más imperfecta, y lo peor es que su imperfección le lleva inevitablemente a estar cada vez más distante de lo que realmente pretende medir.

En el artículo de hoy analizaremos por qué el PIB puede ser un indicador equivocado a día de hoy, al menos como indicador principal. Pero también analizaremos qué otras alternativas podemos tener a nuestro alcance para la coyuntura y el paradigma socioeconómico actuales.

Una preocupación compartida

Empezaremos introduciendo que un servidor ya se preocupa por este tema desde hace bastantes años, tal y como pueden leer en esta entrada que ya publiqué al respecto allá por 2012. El caso es que hace unos días la esencial revista The Economist publicó un interesante artículo sobre este tema que me ha llevado a replantearme el tema desde una perspectiva algo más actualizada.

Dado que la realidad del mundo que nos ha tocado vivir es tremendamente cambiante, en todo sistema socioeconómico debemos tener muy presente que la supervivencia del sistema depende principalmente de su capacidad de adaptación. Sin embargo es algo muy humano, y políticamente correcto, el tomar como referencia políticas y medidas que funcionaron en el pasado, pero que si lo piensa usted bien, eso no significa ninguna garantía ni justifica que tengan que volver a funcionar en el futuro. Situaciones diferentes requieren obviamente políticas y medidas diferentes.

El éxito de unas políticas en el pasado no asegura el éxito de esas mismas políticas en el futuro

Podríamos encajar aquí perfectamente esa clásica y realista receta bursátil que dice que “Rentabilidades pasadas no implican rentabilidades futuras”. Pues aplique la máxima también a la economía en general, porque por desgracia los ciudadanos se sienten cómodos y tranquilos pensando que su futuro está asegurado por la autocomplacencia de creerse que nuestra sociedad ha conseguido dar por fin con el Santo Grial del progreso económico y la eterna sostenibilidad del sistema. Y esa comodidad se traduce en unos políticos que apuestan por recetas caducas que simplemente les dan confiados votos, aunque puedan estar llevando al sistema a un callejón sin salida.

El crecimiento del PIB es a día de hoy el indicador Rey, y les advierto que basar un sistema económico en indicadores alejados de la realidad es una peligrosa práctica que hace que un día el tenderete pueda venirse abajo, dejando además a los ciudadanos totalmente noqueados preguntándose qué ha pasado si todo iba tan bien. Si al mirar al salpicadero se fijan ustedes sólo en la aguja que marca la temperatura del motor, no se darán cuenta de que la aguja de las revoluciones está cada vez más baja, indicando que debemos cambiar de marcha. Salgan de su zona de confort y aventúrense a arriesgarnos a reinventar el futuro: en el momento que dejemos de hacerlo estaremos ante un sistema agotado.

La ineficacia del PIB como indicador económico actual

Pero entremos en razonamientos más objetivos y contrastables como hacía The Economist en su artículo. Hay que empezar poniéndonos en antecedentes, y explicar que el PIB era un indicador más adecuado hace décadas, cuando se tomó como referencia, momento en el que las economías tenían un carácter mayoritariamente primario o secundario (agrícola o industrial), en el que además el precio era un sinónimo más o menos fiable de mayor calidad. Con ello un aumento del PIB llevaba implícito un aumento de la calidad de los productos producidos y adquiridos por los ciudadanos, en un momento en el cual además la mejora de la calidad de vida de los hogares pasaba necesariamente por adquirir una lavadora, un televisor o un coche. En su momento todo ello suponía un progreso económico y social que venía acompañado por el crecimiento del PIB.

El giro económico hacia el sector terciario agudiza la poca utilidad actual del PIB

Pero la progresiva tecnificación de los productos, los procesos productivos, y la mecanización del campo ha venido abaratando los costes, y ha acabado haciendo que los precios de los mismos o mejores productos a adquirir por los ciudadanos sufran un constante goteo a la baja. En paralelo, con el paso de los años, las economías más desarrolladas han ido dando un giro hacia un sector terciario o de servicios en el que calidad o mejora de las condiciones de vida ya no tiene por qué tener mucho que ver con mayor precio y mayor PIB, puesto que los consumidores priman la experiencia de la compra sobre la cantidad de productos adquiridos.

La tecnología e Internet son grandes deflactores del PIB

La tecnología e internet suponen la herramienta deflactora más potente jamás inventada por la humanidad, y también lo es en términos del PIB. No hace falta que les cite los innumerables servicios que han dejado el mundo físico y han pasado a un mundo virtual en el que muchas veces son totalmente gratuitos, y por lo tanto el consumidor ya no paga por ellos ni un céntimo. Ello implica que sectores enteros que un día contribuían al PIB hayan dejado de hacerlo, con el agravante adicional de que además ahora la mejora de los estándares de vida de unos ciudadanos, cuya vida se hace más fácil a coste cero, no tiene como reflejo ningún aumento del PIB paralelo.

Sólo por citarles algunos ejemplos de aspectos deflactores de internet y la tecnología podemos hablar de la economía colaborativa, el software libre o las aplicaciones gratuitas para smartphones. Todos ellos dan servicios muchas veces esenciales, pero que no contribuyen al PIB; es más, el tema es que incluso sacan del PIB actividades que sí que contribuían a su crecimiento hasta ahora. Sin embargo todas estas tecnificaciones de nuestro día a día han mejorado significativamente nuestra calidad de vida en los últimos años.

La inutilidad del PIB en otros aspectos

Como decíamos antes, en la postguerra de la Segunda Guerra Mundial el PIB era un indicador más o menos fiable de mejora de calidad de vida, eso sí, desde un punto de vista meramente materialista, con todo lo que ello conlleva. Hoy en día ya no podemos decir que sea ni eso. Pero pasemos a plantearnos pues realmente qué es el PIB. ¿Estamos hablando de que conducimos todos los esfuerzos de nuestra socioeconomía a conseguir un crecimiento ininterrumpido del PIB? ¿Tan simplemente a producir más y más? ¿Es eso lo que aspiramos a conseguir como sociedad? Y ahora la cuestión clave ¿Eso nos va a proporcionar mayor bienestar y a hacernos más felices?

Puede ser que a estas alturas usted esté de acuerdo conmigo en que no se trata de tener más, sino de tener mejor, y especialmente de tener con felicidad (hasta sin poseer necesariamente). Podemos decir que la felicidad es la eterna búsqueda que cada persona hace a lo largo de su vida. Todos queremos ser felices. Unos buscan esa felicidad en adquirir cosas materiales, otros en hacer viajes, algunos en sus relaciones sociales y familiares. La cuestión ya no es quién se equivoca y quién no. Puede ser que todos estén en lo cierto, cada uno a su manera. El tema que debe preocuparnos en nuestro análisis socioeconómico es que la felicidad y el bienestar suponen un concepto tremendamente heterogéneo y difícilmente medible.

Pero esta heterogeneidad no queda limitada a diferencias personales. El gran problema de medir el progreso socioeconómico es que, al igual que ocurre con el PIB, muchas veces se requiere una comparación con el entorno y con otros países. Por ello, el tema de cómo medir el bienestar y la felicidad tiene una dimensión internacional. Con ello, la cosa se complica, puesto que ahora además necesitamos el consenso internacional de cada país sobre cómo medir la felicidad de sus ciudadanos, algo mucho más subjetivo y que se presta al desacuerdo en mayor medida que una simple medición del PIB. ¿Van a poder ponerse de acuerdo todos los países en cómo medir esta nueva y subjetiva variable? Por si esto no fuera poco, aquí entran en juego también las diferencias culturales: ¿Es un alemán feliz por los mismos motivos que un español o un neozelandés? ¿No cambiaría la respuesta incluso en un caso concreto como usted mismo si le hacen la misma pregunta un lunes a las ocho de la mañana o un viernes a las seis de la tarde?

Pero la felicidad sí que es un concepto gradual que muta conforme los motivos de felicidad más básicos se van asentando y pasan a darse por supuestos, quedando ocultos tras una búsqueda de una felicidad más superflua. Por ello, a pesar de la heterogeneidad de las felicidades más desarrolladas, sí que podemos asumir que hay unas necesidades básicas sin las cuales es muy difícil ser feliz (exceptuando a ascetas y similares), aunque su práctica ubicuidad en nuestras sociedades (o más bien: su ubicuidad hasta que llegó esta terrible crisis) nos suele hacer que no veamos que son un componente esencial para que podamos ser felices. Nos estamos refiriendo a necesidades tan fundamentales como tener una vivienda digna, tener acceso a una correcta alimentación, tener un trabajo que nos permita desarrollarnos y ganar un salario, tener acceso a una sanidad que asegure unos estándares de calidad de vida mínimos, tener acceso a una educación que dé tranquilidad para el futuro de los hijos, y algunos básicos más.

La medición de imponderables

Aquí ya entramos en un terreno farragoso, puesto que chocamos de lleno con el tema de que en economía hay ciertos imponderables, y lamentablemente también una voluntad de cierta ocultación. ¿A qué me refiero exactamente con los imponderables y la ocultación? Pues a ratios e indicadores que, teniendo a veces una repercusión extraordinaria sobre la economía y la sociedad, o bien no se pueden medir, o bien no se quieren medir porque no interesa. Les pondré un ejemplo de cada uno en los siguientes párrafos para que entiendan a qué me estoy refiriendo.

Es muy complejo elaborar indicadores objetivos sobre las variables subjetivas que afectan a la calidad de vida, al bienestar y a la felicidad

El primer ejemplo es sobre los imponderables de la sanidad y la educación. Aquí nos encontramos con una serie de variables que sí admiten su medición, como el acceso a una sanidad gratuita, o una educación que asegure unos estándares mínimos. Pero bajo una apariencia más medible se ocultan realidades igualmente imponderables. ¿Cómo medir verdaderamente la calidad asistencial de la sanidad pública? ¿Y una buena educación? En este tema hay ciertas notas de subjetividad y de ocultación que dificultan la medición de parámetros objetivos, realistas, y comparables con otras economías.

El habitualmente medido “acceso a la sanidad” es tan sólo una parte de la calidad de la sanidad, porque también hay que medir la calidad asistencial. De nada sirve tener 10 millones de médicos, si para curar a sus pacientes utilizan las inservibles sangrías que tan de moda estuvieron hasta bien entrado el siglo XIX. ¿Cómo se puede saber a ciencia cierta cuando un cirujano ha cometido un error o ha hecho un diagnóstico correcto? Un indicador de este estilo sería sólo una punta del iceberg, puesto que estos casos a menudo no salen de la mente del mismo médico, y aunque eso ocurra tampoco suelen salir del servicio del hospital correspondiente. Siempre va a haber parámetros que nos den una orientación de si las cosas van bien o mal, como por ejemplo el que personalmente yo les propondría sería medir la brecha de esperanza de vida entre pobres y ricos, lo cual arroja datos como los que pueden leer en esta noticia de The Guardian, pero otro tema es tener un indicador oficial fidedigno y comparable a nivel internacional. Es en esta dirección en la que se debe empezar a trabajar.

¿Y qué me dicen de una buena educación que decíamos antes? De nuevo con este otro caso nos encontramos con indicadores que se pueden medir. Es obvio que una estandarización internacional de pruebas de matemáticas, lenguaje, etc. es posible, y se puede medir en base a ellas el nivel educativo de cada país. Pero, ¿Qué me dicen ustedes de otro tipo de enseñanzas subjetivas como la ética, la responsabilidad social, o el comportamiento adecuado en sociedad? Estarán ustedes de acuerdo en que una parte de nuestra felicidad viene de saberse en un sistema medianamente justo y poco corrupto, de que en las noches de verano no haya juerga y decibelios en la calle, de que a los ancianos y a las embrazadas se les ceda el asiento en el autobús, o de tener una vida tranquila y segura en el día a día de nuestros barrios por cosas que no llegan a ser un delito denunciable.

¿Cómo se mide de forma fidedigna todo esto? Forma parte de nuestra felicidad y nuestro bienestar, pero lo difícil es traducirlo en cifras que sirvan para algo. Por no hablar ya de la subjetividad de algunos con respecto a temas como la educación, habiendo incluso sectores que ni siquiera distinguen entre una buena educación objetiva, y la politización de la educación.

La ocultación

El segundo ejemplo es de ocultación en microeconomía. Hace unos años, en la empresa de un conocido, empezaron a despedir a parte del personal. Sorprendentemente, después de haberles pagado religiosamente la correspondiente indemnización, a la mayoría de ellos les llamaban en unos días para contratarles a través de una consultora y que siguiesen realizando el mismo trabajo, que seguía siendo necesario desempeñar. El salario era el mismo, más el coste que para la empresa suponía el tener que pagar el margen de la consultora a través de la que se producía la nueva contratación. Aquí, ¿Dónde está el truco?

Es sencillo. La política principal de la compañía se basaba en aumentar la productividad. Todos los bonus de los directivos estaban, en mayor o menor medida, vinculados a mejorarla. Y dividiendo la facturación (que se mantuvo estable) entre el número de cabezas (que había disminuido pues los re-contratados a través de una consultora pasaban a no constar ya como parte de la plantilla) la productividad tal y como se concebía finales de los años 90 mejoraba, y todos los ejecutivos cobraban sus cuantiosos bonus. Los indicadores que por entonces habrían permitido detectar esta situación a tiempo no eran exactamente imponderables, se podían medir, eran costes contabilizados al fin y al cabo, pero se ocultaban deliberadamente.

La ocultación es un problema del sistema puesto que dificulta que se pueda dirigir correctamente

Éste es un claro ejemplo de ocultación en la medición de la productividad que nos puede servir de referencia a la hora de evaluar hasta qué punto las cifras macroeconómicas como el PIB pueden estar falseadas por el factor de la ocultación. Y no olviden que las cifras macroeconómicas son la agregación de las cifras microeconómicas, por lo que el ejemplo anterior es más relevante de lo que podría parecer, dado lo generalizado de ciertas prácticas. Así que, si esto ocurre con indicadores a priori objetivamente medibles como el PIB o la productividad, ¿Qué no ocurriría con indicadores más subjetivos como la calidad de vida, el bienestar y la felicidad?

No obstante, hay que decir que desde ciertos sectores se es consciente de esta preocupación. No hace falta recordarles que, hace ya algunos años, el entonces presidente francés Sarkozy trató de solucionar el problema que les expongo, y promover internacionalmente la parametrización y utilizacion de la felicidad como indicador de progreso socioeconómico (pueden leerlo en esta noticia). Para tratar de asegurar el éxito de su propuesta, involucró incluso a varios premios Nobel de economía en la constituida como Stiglitz Comission. Uno de los argumentos más conocidos esgrimidos por esta comisión para justificar su trabajo era que, por ejemplo, los atascos de tráfico aumentan el PIB, puesto que implican un mayor consumo de gasolina, pero sin embargo empeoran la calidad de vida de los ciudadanos. Aunque esta iniciativa francesa generó un excelente informe elaborado por la propia Stiglitz Comission que pueden leer aquí, la inicitiva no prosperó como era de esperar, en parte debido a dificultades similares a algunas de las expuestas en los párrafos anteriores.

Algunos defenderán el PIB simplemente porque es un parámetro más objetivo y medible, y con ello su fiabilidad es muy superior al de otras alternativas, pero cada vez son más los que piensan que efectivamente los datos del PIB no es ya que estén “cocinados”, sino que hoy en día son un alimento tan procesado que ha pasado a ser perjudicial para la salud de nuestras economías. Pueden leer sobre la opinión de cada vez más economistas que afirman que por ejemplo la cifra de PIB español está totalmente desvirtuada como en esta entrada. Y, dado el carácter actual de indicador Rey del PIB, hay importantes implicaciones que un hecho así tendría sobre ratios tan fundamentales como por ejemplo los ratios de endeudamiento sobre PIB.

Una vez expuesto todo lo anterior, me gustaría despedirme hoy recordándoles que el objetivo de este artículo es simplemente replantearse si la búsqueda de un eterno crecimiento del PIB es una política económica adecuada. Esto no entra en conflicto con el hecho de que desde aquí siempre predicamos que toda sociedad ha de ser viable económica y socioeconómicamente: las cuentas tienen que salir para que el sistema sea sostenible. Buscar la felicidad por la felicidad puede hacernos felices de alguna manera, pero no nos dará de comer, y la felicidad con rugido de estómago no es igual de plena para la mayoría de las personas. Quédense simplemente con la reflexión de que nuestras vidas se encuentran regidas actualmente por cifras macroeconómicas como el PIB, que no se traducen necesariamente en lo que buscamos: calidad de vida, bienestar y felicidad. Y lo que es peor, no hay ni consenso, ni voluntad real, y a veces ni siquiera posibilidad técnica, de que algún día el modelo cambie de orientación. Pero ahí seguimos, mirando con lupa las cifras anuales de crecimiento del PIB para guiar nuestros esfuerzos colectivos. Conclusión, como decían nuestros abuelos: corremos como pollos descabezados.

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