Las cifras son escalofriantes para la economía mundial: en noviembre se destruyeron 533 mil empleos en Estados Unidos, la mayor cifra en 34 años… en España el paro llega a los 3 millones y continuará en ascenso. La OIT estima que en marzo habrá 210 millones de desempleados. Y eso que la crisis está recién comenzando a mostrar su garra, esa punta de iceberg que hará que este año sea recordado no sólo como el del inicio de la mayor crisis económica de los últimos 70 años, sino también como el de la caída más estrepitosa de un sistema económico que obligó a los gobiernos del mundo a una intervención de urgencia tan inusitada como escandalosa.
Si las economías del mundo debieron hacer abandono de los principios libremercadistas fue porque quedaron al descubierto las febles bases de un modelo económico que se sostenía en el fundamentalismo económico del libre mercado pregonado por Milton Friedman. Durante treinta años los principios de este fundamentalismo económico ejercieron un predominio en el pensamiento y en la acción de la economía mundial a niveles coercitivos sin precedentes en la historia humana. La partición social y el deterioro colectivo minaron las bases de la estabilidad social y estamos en una encrucijada compleja y de difícil solución.
La idea de Friedman de que los mercados se autocorrigen a sí mismos, de que asignan los recursos eficientemente y de que sirven al interés público, se hizo subyacente al thatcherismo, al reaganismo, al pinochetismo, y fueron reforzados teóricamente a través de los bancos centrales, el FMI, el consenso de Washington y una amplia gama de think tank que elaboraron todas las políticas que siguieron los gobiernos del mundo. Las desregulaciones, los tratados de libre comercio y la nula importancia al hombre y la naturaleza sentaron la suerte de esta humanidad que hace ingreso a sus horas más amargas.
Los resultados de estos treinta años de neoliberalismo económico saltan a la vista: los países que aplicaron las políticas del control de precios como la herramienta estratégica para el desarrollo y el crecimiento, no sólo redujeron su apuesta por el auténtico desarrollo sino que además abandonaron las políticas del pleno empleo que ahora comienzan a pasar la cuenta. El desmantelamiento de gran cantidad de empresas producto de la ola desenfrenada de la globalización no es algo que se recupere de la noche a la mañana. El post de Paul Krugman en The New York Time nos da cuenta de los alarmantes resultados del experimento neoliberal, con tres décadas de desregulación y políticas cortoplacistas reñidas con el sentido de lo humano.
La globalización a ciegas, los tratados comerciales a puertas cerradas en los que se selló la suerte de millones de trabajadores y la muerte de los planes ha llevado a la locomotora a bajar su ritmo a un nivel que puede llegar al frenazo estrepitoso y con la caída en serie de miles de empresas en todo el mundo. Los datos de la economía estadounidense pueden arrojar cifras rojas del orden del 5% y 6% de retroceso para este trimestre y el próximo. La tóxica mezcla de deflación-estancamiento-desempleo y recesión son las verdaderas armas de destrucción masiva que Bush mandó a buscar a otras partes. Ahora se dio cuenta, como nos narra Thomas L. Friedman, que estaban en el jardín de la Casa Blanca.
Los defensores del fundamentalismo de mercado quieren atribuir la culpa del fracaso del mercado a un fracaso de los gobiernos. Es importante señalar que el fundamentalismo neoliberal ha sido siempre una doctrina política al servicio de ciertos intereses que propagaron la desigualdad entre los rendimientos privados y los sociales dentro de los cuales muchas veces primaron alianzas entre los políticos y las grandes empresas. La corrupción política fue un elemento sustancial del modelo económico. Y no debe resultar extraño que en la mayoría de los gobiernos del planeta, como en los bancos centrales e instituciones financieras más relevantes, se hallaran personajes de la misma ideología.
Este desequilibrio asimétrico y creciente fue negado por todos los economistas ortodoxos, que se refugiaban en la no existencia de corroboración teórica e histórica sobre el desarrollo de esta inequidad. El que la historia esté refutando plenamente las ideas de Friedman y sus secuaces, puede ser quizá, el único lado bueno de esta noche negra que se cierne sobre la humanidad.
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