Hace aproximadamente un año se publicaba El Gobierno es el Problema, de Jorge Valín, una obra que su autor define como un estudio sobre las consecuencias de la política en nuestras vidas, en el que se analiza qué es el Gobierno, cómo se comporta, cuánto nos cuesta, cuáles son sus incentivos y como repercuten sus acciones sobre todos nosotros. Provocación pura para el dogma imperante, y tan de actualidad, desgraciadamente, como hace un año.
Antes de entrar a comentar el libro me gustaría recordar, para los que no lo conozcan, de donde proviene ese llamativo título. Se trata de una de las afirmaciones más conocidas de Ronald Reagan, pronunciada en su primer discurso como Presidente de los EEUU, en 1981, a la que llego en medio de una crisis, económica y de valores, como hacía tiempo que no conocían los Estados Unidos. Lo cierto es que fue una lástima que estuviese muy acertado también en su propio caso, ya que su Gobierno fue un problema, (recordemos un reciente post dedicado a Stockman).
Quizás para poder emplear como título esta cita que encarna una poderosa idea-fuerza se violenta un tanto el significado del Gobierno equiparándolo con el del Estado. Si hay un problema , ese problema no es el Gobierno, ese problema es el Estado. El reconoce en la primera parte de la obrar que sus alusiones al Gobierno lo son al Estado, y de hecho su definición no deja lugar a dudas.
El gobierno es el monopolio de coerción que tiene asumido el Poder y ciertas responsabilidades sobre el hombre en una zona geográfica delimitada de la que se proclama el propietario.
Por cierto, y al hilo de esta reseña, no puedo dejar de recomendar la conferencia de Dalmacio Negro, El enemigo, el Estado:
Bien, volviendo al libro, como digo arranca con una definición, una aproximación al objeto del estudio de la obra, el Estado, para inmediatamente señalar un rasgo distintivo del mismo: la coerción, la fuerza, la violencia, haciendo una primera aproximación al coste económico del mismo (sólo un 5% del presupuesto se destina a Defensa, Seguridad y Justicia, el núcleo originario del aparato estatal) , a su ineficiencia y a lo que Valín entiende como inmoralidad.
Aquí me gustaría hacer una primera aportación propia. Jorge afirma que la democracía no esta relacionada con la libertad ni con la prosperidad. Yo no lo tengo tan claro. Más bien diría que lo que no está relacionado con la democracia ni con la libertad es la oclocracia en la que estamos metidos, en la que se hacen primar los ¿derechos colectivos? sobre los individuales, que no es más que un McGuffin para imponer los derechos de una minoría pandillera sobre los de cada persona.
Dicho lo cual la democracia, per se, no garantiza la libertad ni la prosperidad. Es la combinación de la misma con el reconocimiento de los derechos individuales la que permite el desarrollo, más o menos estable, de esos dos polos (volvería a hablar de Tocqueville, pero me diríais que soy un pesado, y con razón).
Pero quizás por haber sido educados desde la más tierna infancia en un modelo estatista, donde el Estado está presente en cada rincón, donde es dogma la necesidad absoluta de un Estado omnipresente como bien señala el autor, quizás por todo ello nos cuesta visulmbrar la realidad, y reconocer que la democracia y el Estado no son valores absolutos.
Y cuesta asumir eso para algunos, al igual que como denuncia el libro, les cuesta reconocer el origen del Estado del Bienestar, que podemos rastrear hasta Bismarck, y donde subyace una clara vena autoritaria y antirrevolucionaria (y si hablamos de España, y aquí es una pena que Valín no hay profundizado, el origen franquista de las instituciones básicas del Estado del Bienestar español), desarrollado por los fascismos, y adoptado por las democracias liberales.
A partir de ahí la obra se esfuerza en desmontar la falacia del buen gobierno, esa suerte de Matrix estatal, del Estado o el caos, en que vivimos sumergidos, que entiende que se sustenta en cuatro patas que denomina el Nirvana, la falacia del Leviatán, el síndrome del dictador y la falacia del proveedor único. Francamente interesante, uno de los apartados más jugosos del libro.
A partir de ahí lo que hace es poner la lupa en distintos sectores: educación, pensiones, sanidad, vivienda, seguridad pública, trabajo, ayuda exterior, sistema financiero, sistema de valores, derechos de los los animales, carreteras y cárceles. La finalidad es demostrar con noticias, números y estadísticas, los males que ha denunciado que genera el Estado al intervenir en los mismos.
He de confesar que uno no es anarcocapitalista, por lo que disiento en algunos de los supuestos concretos en los que se aboga por la no intervención estatal, o en la interpretación de los datos que se usan para dicha defensa. Ahora bien, vista la exaltación con la que algunos glorifican al Estado cuando uno se atreve a cuestionar determinados tabúes me pregunto si Jorge no tendrá razón en el fondo (pero eso ya no es objeto de este post).
En todo caso, esa situación explica que me parezca la parte más irregular de la obra, si bien tiene un claro afán didáctico, con resúmenes finales, que me parece que ayudan a centrar la el debate y a orientar al neófito en estas cuestiones.
Por último llegamos al último capítulo, en el que se establece una suerte de guía para salir de dicha situación. En esencia apuesta por la indiferencia, por ir construyendo realidades privadas alternativas a las estatales, en una metodología denominada desprendimiento. Más que de una lucha frontal, o de intentar cambiar el sistema desde dentro, apostaría por darle la espalda y hacer como si no existiese (me pregunto si son las cibermonedas o el fenómeno crowd una manifestación de este tipo de estrategias).
No sé, no estoy seguro de que sea sencillo ni pacífico dicho desprendimiento. En cierto modo me recuerda a lo ocurrido siglos atrás con la religión, en concreto con la Iglesia y el proceso de secularización social, con una perdida de relevancia de las instituciones religiosas por el mero abandono de su masa de creyentes. Pero no no es engañemos, en dicho proceso de secularización corrieron ríos de sangre, y esta nueva Iglesia del Estado Social de los últimos Tiempos no creo que sea más pacífica que su antecesora.
No, no creo que el Estado sea el Problema, pero si que es gran problema, aunque ya puestos casí me preocupan más esos individuos que, ya no es que sean incapaces de atreverse a cuestionarlo, es que pretenden que los demás tampoco lo hagamos. La nueva blasfemia es la incorrección política.
Ayer fue la religión, hoy es el Estado. Apenas nada ha cambiado.
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