Con mi flamante título universitario en el bolsillo y tras terminar el servicio militar (estamos hablando de principios de los 90) invertí todas mis energías y mis escasos ahorros en un proyecto empresarial que fracasó.
Sin ilusiones y sin dinero (aún no estaba de moda el término “emprendedor” ni dar charlas sobre el fracaso), en medio de una brutal crisis económica, me ví obligado a aceptar la primera oferta de trabajo que me surgió: responsable de sección en un centro comercial de una capital de provincias.
Mi primer día de trabajo lo comencé con mucha ilusión, pero no me llevó ni 20 minutos darme cuenta que aquello no era para mí. Sin embargo decidí continuar a la espera de una mejor oportunidad. Me convertí por tanto en un “trabajador desmotivado”, de esos que hacen lo mínimo para no ser despedidos, cuyo trabajo no les llena lo más mínimo y miran continuamente el reloj esperando el momento de salir.
No me costó integrarme pues en aquel centro comercial la desmotivación era la norma. Solo dos personas (el director, un hombre mal encarado que nos gritaba continuamente y el responsable de panadería, un chico de 19 años que trabajaba 14 horas diarias de lunes a sábado) parecían mostrar cierto interés en que aquello funcionase. El resto intentábamos hacer nuestra jornada lo menos miserable posible. escondidos en el inmenso almacén, ajenos a las demandas de los clientes.
Aquel almacén era “El Álamo” de los desmotivados, con torres de palets que se habían habilitado diversos espacios de ocio. En uno se jugaba a las cartas, en otro al frontón… Una mesa de despacho era el punto de reunión de los consumidores de drogas. Y estratégicamente escondida había una cama de matrimonio que Pikolín había mandado como muestra donde acudían las parejas a consumar su amor. La norma no escrita era cambiar las sábanas cuando la pareja terminase, sábanas que una vez usadas volvían a meterse en su paquete y se ponían de nuevo a la venta.
Entendía, dada mi escasa experiencia, que el mundo se dividía entre trabajadores motivados y desmotivados. Pero me equivoca, existía una tercera división.
Un día me llevaron a conocer al reponedor de preservativos, uno de los productos de mayor rotación del centro comercial. Su tarea no era otra que caminar continuamente del almacén al lineal con un carrito y asegurarse que siempre había mercancía. Pese a lo monótono del trabajo aquel chaval lo realizaba siempre con una sonrisa en los labios.
Estaba muy bien considerado pues siempre alargaba su jornada de trabajo cuando era necesario. Hasta que me contaron su “secreto”: en el proceso de sacar las cajas de preservativos del almacén y ponerlas a la venta se encargaba de perforarlas varias veces con un fino alfiler que llevaba camuflado en un anillo que llevaba en el pulgar. No permitía que una sola caja saliese a la tienda sin agujerearla un mínimo de tres veces. Tenía tal práctica que el movimiento era casi imperceptible, como el de un maestro ilusionista jugando con los naipes.
“Pero, ¿porqué haces esto?”, le pregunté asombrado.
-”Quiero hundir este puto sitio. Si mañana me ponen a reponer yogures los envenenaré.”
-”Pero así solo fastidias a los que compran los preservativos, no a la empresa”
-”Espero que los padres de los niños que han venido al mundo gracias a las cajas que he agujereado se pongan de acuerdo algún día y pongan una demanda conjunta, como en América, y arruinen a los dueños de este infierno”
Acababa de conocer a un miembro de una tercera y misteriosa categoría: los “trabajadores quintacolumnistas”: aquellos que sustituyen la apatía por el deseo de de hacer todo el daño posible a su empresa. ¿Qué les lleva a tomar esta decisión?: No está claro, algún agravio a manos de un cargo intermedio, un ascenso que nunca llega, una subida salarial por debajo de lo esperado… y esta persona encuentra un nuevo estímulo en dañar a su empresa.
Desde entonces he tenido ocasión de coincidir ocasionalmente, ya sea como compañero o como cliente con varios casos similares: el responsable de logística de una empresa de mensajería que desviaba uno de cada diez envios a una finca abandonada, el empleado de un videoclub que estropeaba con un certero corte de cuter los dvd´s de las películas, programadores que conscientemente desarrollaban un código defectuoso o que infectaban con virus los ordenadores de los compañeros...
Dañar a la empresa: ¿es algo más frecuente de lo que pensamos?
La gran pregunta es si hablamos de fenómenos aislados o se trata de algo más frecuente de lo que pensamos. Hay algún indicio que nos lleva a pensar que se trata de la segunda de las opciones, como el detallado manual elaborado por la CIA en 1944 con consejos para ralentizar la producción en fábricas y negocios de las zonas ocupadas por los nazis:
Algunas de las instrucciones para boicotear al enemigo sin ser descubiertos dentro de la fábrica u oficina son:
- Insiste en que TODO se comunique a través de los canales corporativos, obviando canales informales.
- Plantea problemas irrelevantes tan frecuentemente como te sea posible.
- Convoca reuniones por sorpresa cuanto más trabajo haya
- Si eres taxista, haz la ruta más larga posible cuando lleves a alguien a su destino
- Dile a todo el que llame que el jefe está ocupado
- Nunca enseñes todo lo que sabes a los nuevos trabajadores
- Recompensa a los peores y castiga públicamente a los mejores
- Mantén un elevado nivel de exigencia en las tareas irrelevantes
- Llora histéricamente siempre que puedas
Dentro del mismo “fenómeno”, en el libro “Sabotage in the american workplace” se recogen testimonios en primera persona de empleados que de forma consciente decidieron sabotear a su empresa fuera del entorno bélico.
Algunos son simples anécdotas: los dos cajeros de una sucursal bancaria que se ponen de acuerdo para faltar los días de mayor afluencia del mes creando inmensas colas o camareros que se comen los postres que deberían servirse a los clientes.
Pero otros demuestran un odio mucho más profundo: un empleado de confianza en un “think tank” conservador de Washington explica con orgullo cómo metía en la trituradora de papel los cheques que recibían de sus donantes, o un grupo de empleados de una planta de montaje de Detroit que durante años sabotearon los carburadores que se montaban en los coches con el único objetivo de que los clientes perdieran la confianza en la marca.
En sus propias palabras: “inspiré y enseñé a muchos otros. Estaban aburridos en su trabajo, y el poder coger el destornillador y estropear intencionadamente partes del coche sin ser atrapados era un alivio”.
¿Hasta dónde llega este fenómeno? ¿Se trata de casos aislados con los que solo la mala suerte nos puede hacer coincidir, o estamos arañando solo la superficie de un enorme iceberg?.
¿Puede ser un “empleado saboteador” nuestro dentista, el profesor de nuestros hijos, nuestro mejor amigo? ¿Pueden haber tomado el poder en una central nuclear o dentro de nuestro parlamento? ¿Atribuimos a la estupidez humana o al azar situaciones que solo tienen explicación dentro del ámbito de la maldad?. ¿Y si ya estamos en sus manos? ¿Y si tras las noticias de teléfonos o lavadoras que explotan hay algo más que fallos de diseño?
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