La globalización liberal que siguió al colapso del Imperio Soviético ha sido el evento político más importante desde Hitler. Tanto es así, que hay quien habla de sustituir el eje izquierda vs. derecha por globalismo vs. etno-nativismo. Hoy nos sumaremos a este choque de trenes ideológico de la mano del gran Branko Milanovic.
Entre los méritos del serbio no sólo se cuenta su defensa de una forma ecléctica de ver la economía, sino el de mantenerse cabal. Sonará a broma, pero ser honesto le supone desmarcarse de la mayoría de referentes socialdemócratas. Basta observar las loas al kirchnerismo de Stiglitz y Krugman o a las mentiras sobre el modelo chino de Rodrik.
Hablaremos del debate de titanes entre Robert Schiller, Nobel de Economía 2013, y el propio Milanovic. Quienes, pensando en el ideal cosmopolita del Área Schengen de la Unión Europea, se preguntan: “¿es posible abolir las fronteras en todo el mundo?”
Aldea global: instrucciones de uso
Aunque se travista de teleólogo pseudo-hegeliano (à la Fukuyama), Schiller se basa en el teorema de Samuelson sobre la igualación de factores. En román paladino: parte de la certeza matemática de que extender unas reglas del juego comunes, las instituciones liberales (rule of law, propiedad, etc.) tenderá a conseguir que se pague el mismo sueldo por el mismo trabajo, ya seas informático en Bangalore o en Silicon Valley.
Aunque los modelos formales de este tipo se basan en premisas imposibles (como transporte gratis o información perfecta), nos sirven para prever tendencias. El libre comercio no igualará por completo los precios de los factores, pero sabemos que los acercará mucho. Veámoslo con un ejemplo:
India tiene mucha gente y pocos ahorros. Es decir, allí el trabajo es relativamente barato y el capital es relativamente caro. En Suiza, donde hay mucho dinero y poca población, pasa lo contrario. Por ello, en Mumbai será barato producir lo que requiera mucha mano de obra, como la ropa. En Zúrich será barato producir lo que requiera máquinas costosas, como los relojes.
Con libre comercio, los indios comprarán relojes de Zúrich, que necesitará más maquinaria (demandado para ello más capital). Lo mismo ocurrirá con la demanda de mano de obra en Mumbai cuando los suizos disparen sus ventas de ropa.
Como la mayor demanda de capital en Suiza y de trabajo en Mumbai encarece esos dos factores, la situación inicial se modera. El trabajo indio y el capital suizo seguirán siendo relativamente baratos, pero menos que antes de que el consumo extranjero los encareciese.
Así, razona Schiller, conforme se extiendan las instituciones de mercado por el Tercer Mundo, el libre comercio tenderá a igualar sus sueldos con los occidentales. De ser cierto, la propia globalización acabaría con los incentivos económicos a la migración, haciendo políticamente posible abolir la frontera entre Europa y el mundo.
Milanovic recoge el guante y cuestiona la sostenibilidad política de ese ideal, recordando lo que el teorema entiende por libre comercio: el libre tránsito de mercancías, de capitales… y de personas.
Los dos primeros no deberían generar mayor debate, pues mejoran enormemente el bienestar conjunto sin abrir guerras culturales. Hoy sabemos que no es así: sobran tontos útiles dispuestos a proteger el interés cortoplacista de lobbies minoritarios. Pero el quid de la cuestión es el tercer punto:
Por el lado occidental, ¿no brotarían como setas nuevos Trump con discursos contra la inmigración? ¿Debemos obviar que menor desigualdad global es mayor desigualdad nacional (o, directamente, plantearnos si son los países o los individuos quienes deben preocuparnos)?
Por el otro lado, ¿no destruiría ese éxodo miles de culturas y lenguas? Más aún: ¿es justo mantener la diversidad cultural a costa de la miseria del Tercer Mundo?
Este artículo no pretende más que arrojar un poco de luz sobre el primero de estos interrogantes. Grosso modo, es cierto que cerrar su diferencia de ingresos respecto al Tercer Mundo permitiría a Occidente abrir sus fronteras a la inmigración sin experimentar un éxodo masivo. Pero, claro, no vale hacerlo de cualquier forma.
Convergencia y pesimismo
En las teorías del crecimiento siempre acaba apareciendo el factor convergencia: los países pobres terminan alcanzando a los ricos porque pueden “acelerar” su desarrollo aprovechando las últimas tecnologías. En otras palabras: su avance hacia la frontera tecnológica es más rápido que el avance de la propia frontera.
Sin embargo, traer esta teoría a tierra exige restringirla. El libre tránsito de capitales y mercancías o la movilidad de personas dentro del Sur Global distarán de la perfección. Además, el populismo xenófobo hace esperar pocas remesas de divisas desde Occidente.
Un milagro económico de estas dimensiones sólo sería comparable con el de China. Entre 1977 y 2017, su renta creció un 8,5% anual de forma sostenida. Una cifra tan apabullante que consiguió sustituir la diferencia de renta inicial respecto a Estados Unidos (de 50 a 1) por la actual (de 4 a 1).
La última década ha sido todo un éxito para el desarrollo de África, pero la renta sólo creció un 4,5% anual en el área subsahariana. Menos un 2,4% anual de crecimiento demográfico proyectado para las próximas décadas. Abreviando: de repetirse el milagro chino, en África se seguiría cobrando la mitad que en Europa dentro de 50 años.
Perspectiva y optimismo
Cerremos con motivos para la esperanza. Se abordará desde dos ángulos diferentes: el pragmatismo y la subjetividad. Primero, ¿por qué dicen desigualdad cuando quieren decir pobreza? Segundo, en palabrería kantiana: ¿qué cabe esperar?
Por alguna razón completamente ajena a que el sistema esté erradicando la pobreza, quienes viven de criticar al sistema siempre la confunden con la desigualdad. Empero, las diferencias son abismales. De hecho, en este caso resultan especialmente llamativas.
Europa es un laboratorio fantástico para la cuestión. ¿Por qué los españoles no emigran a Irlanda en igual proporción que los búlgaros a España, si ambos responden a un diferencial 1 a 2? Porque la clave está en la renta absoluta y no en la relativa.
Y, lo que es más importante, ¿por qué los húngaros no emigran en masa a Noruega, perteneciendo ambos a Schengen y teniendo un diferencial de 1 a 6? Porque hay un techo de renta a partir del cual los incentivos económicos para emigrar son inhibidos.
Esta segunda cuestión se entrelaza con lo comentado anteriormente respecto a la subjetividad. ¿Cabe esperar que un analfabeto se despierte siendo bróker por haber emigrado a la City londinense? Como es obvio, los incentivos deben tener cierto anclaje en la realidad para ser efectivos.
A mí, que sumaba con los dedos hasta anteayer, no me tienta mudarme al departamento de astrofísica del MIT, y eso que no paga mal. A un somalí sin formación no le tienta más estar desempleado en Suecia, pasando frío, que trabajar en Etiopía. Aquí lo explica el propio Rodrik, brillante cuando se quita el rentable disfraz de crítico del sistema.
En resumen: sin cierta convergencia económica será políticamente imposible abolir fronteras, pero no tiene por qué ser absoluta. Al ritmo actual, el África Subsahariana tardará 30 años en alcanzar la renta de la actual Hungría. Algo más de 15 al ritmo chino. Quizá el ideal cosmopolita no esté tan lejos como podría parecer. Nunca apuestes contra el ingenio humano.