Cada vez son más las voces que claman en EEUU por refundar el capitalismo, y hacerlo volver a sus ideales originales. Esta reversión a sus principios fundacionales pasa necesariamente por resucitar el malogrado “American Dream”, y permitir que los ciudadanos participen más ampliamente de los beneficios del sistema (con la debida justicia y necesaria proporcionalidad, pero en todos los sentidos).
Y razón puede no faltarles, puesto que no sólo el descontento popular y el sentimiento anti-sistema más visceral siguen cotizando fuertemente al alza (sí, a pesar de la recuperación) como un revelador indicador de ciertos sentimientos sociales, sino que ahora además la realidad objetiva de los datos parece apuntar en la misma dirección: cada vez hay más empresas extractivas del sistema, frente a las aportadoras netas al mismo. El cómputo final de tan desequilibrada ecuación y sus implicaciones últimas es realmente muy preocupante.
El ecosistema capitalista: ese agregado en el que todos aportan y todos extraen beneficio (en diferentes medidas)
El ecosistema capitalista es un delicado equilibrio de fuerzas y flujos económicos de diversa índole, en el cual los agentes socioeconómicos tan atomizados hacen confluir todas sus políticas y acciones micro-económicas, arrojando un resultado global agregado que aflora con las cifras más macro-económicas.
No es la primera vez que afloran las hondas preocupaciones que incluso dentro del sistema estadounidense se plantean a dónde nos lleva la deriva que en los últimos lustros ha venido tomando el capitalismo. Ya les analizamos en el pasado cómo hay incluso intelectuales que declaran abiertamente que el capitalismo actualmente se habría separado de los ciudadanos, y que estaría beneficiando mayoritariamente a unas pocas grandes empresas con gran capacidad de influencia política.
Ello tiene unas profundas implicaciones sobre la sostenibilidad del sistema a futuro y en los plazos más largos, y no sólo porque la clase media vea así deterioradas sus condiciones socioeconómicas (con permiso de una relativa tendencia de revitalización de salarios algo más reciente, pero que parece llegar demasiado tarde), sino por un factor que casi nadie tiene en cuenta, y que sin embargo es uno de los más poderosos socioeconómicamente hablando: la confianza de los ciudadanos en su propio sistema socioeconómico, y, por extensión, en su futuro (dentro del mismo).
Y como les decía, el debate está en la calle, y hay cada vez más sectores políticos, ideológicos, socioeconómicos, y hasta filosóficos que abogan por una imprescindible vuelta del capitalismo a sus raíces más idealistas, como demuestran artículos como éste que publicó recientemente Bloomberg, que versaba sobre esa predominancia actual del carácter extractivo de las empresas, y que ha dado origen a nuestro análisis de hoy.
Y señores y señoras, una vez más con ustedes, la realidad objetiva que arrojan los datos
El artículo anterior aporta algunos datos realmente reveladores y muy trascendentales, y les recomiendo encarecidamente que visualicen las gráficas que en él se incluyen. Estas gráficas son dos. La primera dibuja la evolución, desde los años 40 del siglo XX, de los beneficios empresariales después de impuestos como porcentaje del PIB estadounidense. Y la gráfica muestra irrefutablemente cómo esta objetiva medida de lo que extraen las empresas del sistema está en máximos históricos desde entonces.
Poco después del año 2000, este indicador emprendió una senda alcista que le situó por encima del 10%, el doble de la media aproximada de poco más del 5% que mostró durante buena parte de los años 80 y 90, y en todo caso sensiblemente por encima de toda la serie histórica que, si bien en los años 40 estaba en niveles sólo algo por debajo, lo más insostenible actualmente es precisamente lo sostenido de la tendencia durante más de una década (con la breve excepción puntual y rápidamente recuperada que sobrevino coincidiendo con el colapso de Lehman Brothers).
La segunda gráfica dibuja la evolución porcentual desde 2009 del PIB, del índice bursátil S&P500 (recuerden que es el más amplio de los mercados estadounidenses), y de los beneficios corporativos después de impuestos. En el mismo sentido que la primera, esta segunda gráfica muestra también cómo la revalorización bursátil de las empresas estadounidenses cotizadas supera apabullantemente al crecimiento del PIB (e insosteniblemente también a la evolución de los beneficios corporativos después de impuestos).
Este segundo indicador resulta algo menos objetivo para un servidor, puesto que depende en buena medida de expectativas a futuro y de ciclos bursátiles, en los que influyen otras variables como la psicología o el momento del mercado, especialmente en un periodo que se engloba íntegramente dentro de un solo y único ciclo alcista bursátil. Pero es precisamente sobre esas expectativas acerca de lo que Bloomberg se pregunta ante la posibilidad de que las empresas se hayan vuelto netamente extractivas, dejando en el aire si se está cotizando en las acciones esa extracción de beneficio del sistema creciente, o incluso las expectativas a futuro de que siga incrementándose.
Para dilucidar esta cuestión, acertadamente el artículo de Bloomberg saca a la palestra un estudio de tres economistas que modeliza la economía redistribuyendo arbitrariamente el valor creado por las empresas entre los accionistas y los trabajadores. La conclusión que alcanzaron con su modelo es que la redistribución de trabajadores a accionistas representaba el 54% del incremento de la capitalización bursátil. Si bien depende obviamente de la validez del modelo, en opinión de los autores del estudio esta relación mostraría cómo esa revalorización continuada y sostenida del S&P500, muy por encima del resto de indicadores, indicaría una extracción creciente de riqueza del sistema por parte de las empresas y a costa de los trabajadores.
Es cierto lo que también apunta Bloomberg de que, si el mercado fuese eficiente, surgirían nuevas y más competitivas empresas que acabarían expulsando a las puramente extractivas. El problema es que el mercado podría no estar siendo eficiente, y es aquí donde entra el tema que ya les analizamos en su día sobre cómo hay intelectuales que afirman que el capitalismo se ha separado de los ciudadanos (enlazado antes), cuando ya se justificaba que las empresas pudieran estar extrayendo más valor del sistema del que debieran. Un extremo que ahora es también refrendado por Bloomberg con el citado nuevo estudio enlazado en su artículo, y que ellos ya analizan ahora con suficiente nivel de detalle, confirmando las conclusiones iniciales y las tesis previas y preliminares de estas líneas.
El mercado no es eficiente porque existen actualmente factores que lo distorsionan, como sería la gran capacidad de influencia política de unas pocas grandes empresas, que explotan las vulnerabilidades (e intereses) políticos en su favor. Eso por no hablar directamente de posibles prácticas monopolísticas y de eliminación de la competencia que también les analizamos recientemente. Parece que la situación ya ha podido alcanzar ya un grado tal, que ha hecho inevitable que los responsables de la competencia de EEUU y Europa hayan abierto sendos procedimientos para dilucidar la cuestión (con la visionaria determinación que Europa demostró en ello al anticiparse frente a las airadas críticas iniciales de Trump).
Beneficio para todos, pero sin perder de vista el valor en sostenibilidad que también aporta cierta meritocracia
Obviamente, tampoco se debe olvidar que, para hacer el sistema igualmente sostenible por el otro lado, una cierta dosis de meritocracia debe mediar por medio en esa participación que los ciudadanos y las empresas tienen dentro del sistema. Ello permite no sólo que se recompense más al que más aporta, sino que también introduce un esencial incentivo que promociona cierto afán de superación socioeconómica.
Ya se demostraron fallidos y sucumbieron económicamente bajo su propio peso otros sistemas en los que, independientemente de lo que se haga, se obtiene igualmente una porción ecuánime del sistema, la misma que otro que se deja la piel aportando bastante más, y que acaba cancerosamente desmotivado para seguir contribuyendo más que los demás. El resultado inevitable y mayoritario: si haga lo que haga voy a seguir recibiendo lo mismo, pues lo más eficiente es no hacer nada y seguir recibiendo mi trozo del pastel. Lo que pasa es que estas actitudes socioeconómicas siempre acaban llevando a un pastel menguante, y aunque se siga recibiendo el mismo trozo del pastel, tu trozo se va haciendo cada vez más pequeño.
Esto acaba siendo así en términos generales para los ciudadanos como agentes socioeconómicos, pero también para las empresas, que no dudan en general en extraer del sistema el máximo beneficio posible que la legalidad (y a veces ni eso) les permite, y hacerlo con el mínimo esfuerzo: huelga decir que influenciar las decisiones políticas en su beneficio les requiere bastante menos esfuerzo y les puede aportar muchos más beneficios (cortoplacistas) que incrementar sus ventas por méritos propios, innovar para conquistar más mercado, etc.
Así pues, el sistema se pervierte, y aunque podría parecer superficialmente que las empresas acusadas de ser netamente extractivas simplemente son las que más aportan y tiran de la economía, la realidad es que lo que algunas de ellas muchas veces aportan es un "corralito" privativo que les han reservado para ellas sin muchos mayores méritos que los simples "apaños", tejiendo una maraña de intereses y "lobbying" por el que la economía en su conjunto (y especialmente la competencia) pagan un caro peaje en el corto y medio plazo, y jugándose sin rubor la sostenibilidad del sistema en los plazos más largos. Y ya les analizamos las terribles consecuencias socioeconómicas que puede llegar a tener ese "lobbying" en otros planos, como su papel en la execrable crisis de opiáceos en EEUU, que tantos muertos y desgracias personales tiene a sus espaldas.
Ni las empresas son las malas, ni lo son los ciudadanos: (casi) todo agente socioeconómico trata de maximizar su beneficio
Las empresas, como agregado macro-económico en conjunto dentro del sistema capitalista, tratan obviamente de maximizar sus beneficios, y minimizar sus costes. Esto aplica también a su interacción con el propio sistema en el sentido más general, y muchas veces poco acaba importando de dónde sale ese beneficio, en dónde resta dentro del conjunto del sistema, y si es algo que pueda perjudicar al bien común y a la sostenibilidad del propio sistema.
Tres cuartos de lo mismo ocurre con los ciudadanos, y que este extremo también ocurra no hace sino reforzar el hecho de que las empresas acaben mostrando mayoritariamente el mismo comportamiento. Esto no va de empresas contra ciudadanos, ni siquiera de empresas contra trabajadores de esa clásica retórica de las mesas de negociación de convenios laborales. Aquí lo que subyace es la naturaleza humana (de algunos), que se muestra de una u otra manera según seas accionista, empresario, trabajador, o un simple ciudadano.
Pero esa búsqueda del bien común y la sostenibilidad que citábamos antes son variables a largo plazo, en las cuales el beneficio tangible está demasiado lejano y resulta demasiado etéreo como para que las empresas se preocupen por ello. Al menos en una socioeconomía como la nuestra que se ha vuelto patológicamente cortoplacista en lo político, en lo socioeconómico, y hasta en lo personal.
Pero el valor del sistema a repartir es el valor de lo que aportan todos sus integrantes al resultado final, y cuando esas aportaciones son escasas, o incluso se vuelven en conjunto extractivas, el sistema arroja un balance negativo, con el consiguiente deterioro socioeconómico para la sociedad y las empresas en su conjunto. En muchos casos, la economía es el arte de sumar, principalmente porque cuando se resta ello implica que hay un número con signo negativo que lastra al resto, pudiendo llegar al extremo de dejar a ese resto sin nada para repartirse, e incluso con una buena cartera de deudas pendientes.
Y digo deudas no estrictamente por las empresas, sino porque es precisamente al endeudamiento público a lo que (casi) siempre acaban recurriendo sistemáticamente los políticos cuando merman los ingresos estatales, pero no quieren asumir el coste político de ajustar los gastos (o de volver a incrementar los ingresos, que es la otra opción).
Si bien el problema más sistémico y profundo es que la gran mayoría de los agentes socioeconómicos de hoy en día no son capaces de valorar el bien común como parte de ese beneficio que extraen del sistema. Esto supone un grave error de bulto, puesto que además se trata de un beneficio que revierte para todos de múltiples formas, que muchas veces quedan al margen de la econometría más purista. De ahí uno de los motivos por el que esas “otras” variables no existan para muchos ni les sean importantes, cuando realmente lo son (y mucho). Hoy más que nunca, se hace necesario un relativo cambio de enfoque en el capitalismo, que reconduzca la actual predominancia del mero individualismo y el egoísmo más cortoplacista, que demasiadas veces dirige las decisiones políticas, empresariales, y personales, hacia una cierta conciencia de sistema del que en el fondo todos formamos parte.
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