Un mes, dos meses, tres meses sin poder pagar las nóminas de los trabajadores, los seguros sociales o los vencimientos de los créditos. Alarma!!! La empresa ha entrado en situación de insolvencia. Los administradores no pueden quedarse parados, hay que solicitar concurso de acreedores antes de que otros lo hagan por ellos.
Desde 2004, esta situación se ha convertido en realidad para más de 45.500 empresas españolas, según los datos del baremo concursal de PwC. La ley establece la declaración de concurso de acreedores como mecanismo para salvar de la quiebra a cualquier compañía con problemas de insolvencia. Pero en España, apenas el 5% de estas 45.500 empresas ha conseguido superarlo y salir a flote. El 95% restante ha terminado en liquidación. Normalmente, en el primer mini grupo están las grandes corporaciones, mientras que el 85% de las que presentan concurso son pymes y micropymes con facturaciones inferiores a los dos millones de pasivo. Las situación de estas pequeñas es tan extrema que están avocadas a la liquidación casi desde el momento cero en que comienza el concurso.
La incongruencia es tan sangrante que hasta el Fondo Monetario Internacional instó en 2014 a España para que reformase su Ley Concursal en favor de la pymes. El Gobierno de Mariano Rajoy tomó nota, y en mayo de 2015 aprobó una nueva Ley Concursal cuyos efectos todavía no se han podido testar.
Mientras eso ocurría, el proceso que conduce a la ruina de unos (las pymes españolas), ha sido por unos años la gallina de los huevos de oro de otros (un grupo privilegiado de administradores concursales). ¿Cómo es posible llegar a esa situación? Para ello es necesario conocer todo el proceso.
¿De qué hablamos cuando hablamos de concurso de acreedores?
Como hemos comentado, el concurso de acreedores es el proceso judicial al que deben acogerse las empresas cuando no pueden pagar sus compromisos financieros más acuciantes con acreedores, trabajadores, Hacienda, Seguridad social. Existen dos modalidades de concurso. El más generalizado es el mal llamado concurso voluntario, que es aquel que debe solicitar el propietario de la empresa cuando detecta que no tiene liquidez suficiente para hacer frente a sus compromisos de pago más inminentes. La ley da un margen máximo de tres meses para permanecer en situación de impago sin solicitarlo. Porque a pesar del apellido 'voluntario' declararse en concurso cuando se da una situación de insolvencia es un deber legal.
De no ser así, más de una empresa no lo solicitaría hasta estar extinguida, que es muy español esto de dejar las cosas para el final. Y eso, a pesar de que una vez solicitado algunos de los riegos de la compañía que dan entre paréntesis. Por ejemplo, se paraliza cualquier demanda que hubiera sido interpuesta por los acreedores, las posibles ejecuciones hipotecarias y las deudas dejan de generar intereses.
El segundo tipo de concurso es el necesario. Que pude entenderse como una forma de control o presión sobre el anterior. Este puede ser solicitado por cualquier acreedor o socio de la compañía. Ambos están motivados a hacerlo ya que se les concede el derecho de que el 25% de sus deudas serán consideradas como privilegiadas en el momento de saldar cuentas.
Pero la verdadera amenaza de un concurso necesario radica en que el administrador concursal que nombre el juez tomará las riendas de la empresa apartando de la gestión a los responsables de la compañía. Mientras que en el concurso voluntario, los responsables de la compañía siguen al frente de la misma aunque supervisados por el administrador concursal.
El preconcurso: ¿una alternativa para esquivar el concurso?
Por lo tanto, declarar el concurso de acreedores significa que los directivos de la empresa ya no tienen las manos libres para ejercer las decisiones tomadas. Para evitar esa situación la Ley Concursal diseñó un procedimiento, el preconcurso, con el objetivo de ayudar a las empresas a poner en orden su situación financiera sin la presión del concurso. Esa fue, por ejemplo, la opción tomada por Abengoa cuando se destaparon sus problemas. El preconcurso concede a la compañía a posibilidad de demorar durante tres meses la petición oficial de concurso. Es decir, ganar tiempo. Un período que puede utilizarse para negociar con los acreedores, sobre todo con los bancos, sin que eso implique ningún tipo de cambios en la gestión diaria de la compañía. Además, paraliza las ejecuciones judiciales o extrajudiciales de bienes y derechos. Es decir, blinda a la empresa de un temido concurso necesario.
Aunque no fue el caso de Abengoa, otro gran beneficio del preconcurso es que la empresa puede solicitar el carácter de "reservado" y evitar la publicidad negativa que implica que todo el mundo conozca la situación de insolvencia.
Pero si las negociaciones no funcionan hay que declarar el concurso sin mayor dilación. En ese momento surge la figura del administrador concursal. Un abogado o economista experto, nombrado por el juez, que es, en teoría, el encargado de velar para que los responsables de la compañía con problemas gestionen adecuadamente los activos de la misma y negocien con los acreedores para salvar el negocio.
Entre las primeras tareas del administrador concursal están la de verificar que los gestores de la compañía no hayan realizado durante los dos años anteriores ningún movimiento financiero que vaya en contra de los intereses del negocio. Por ejemplo, vender inmuebles por debajo del precio de mercado a otras empresas o familiares, hacer inversiones excesivamente arriesgadas, etc.
Después deberá hacer un listado de bienes y deudas de la compañía para iniciar las negociaciones con los acreedores. La idea es que a través de quitas o ampliaciones del plazo para pagar las deudas las empresas puedan recuperar su liquidez y sanear sus finanzas.
El problema, como hemos comentado más arriba, es que esas negociaciones no suelen funcionar en España. Desde que comenzó la crisis, el porcentaje de acuerdos firmados que han conseguido evitar el cierre de una empresa marcó su mejor momento en el verano del 2015, y aun así apenas llegó a al 3,97%, según datos publicados por el Radar Empresarial de Axesor.
Llega la hora de liquidar , ¿quién pasa primero por caja?
Cuando esto ocurre, es el turno de la liquidación. En ese momento el Administrador debe presentar un Plan de liquidación organizando la prelación de pagos a los acreedores. Aquí la jerga concursal puede ser farragosa para los no iniciados, pero es fundamental para saber qué posibilidades de cobrar deudas se tienen en caso de estar afectados.
En la lista preferente están los denominados créditos contra la masa, que son aquellos que la empresa genera desde el momento en que ha solicitado el concurso. Es decir, los nuevos compromisos de pago como nóminas de los trabajadores, cotizaciones a la Seguridad Social, pagos de impuestos, etc.
También son acreedores con privilegio especial quienes para conceder el crédito a la compañía solicitaron un aval ejecutable. Estos cobrarán tras la ejecución de dicho aval. Por ejemplo, si son hipotecarios se subastará el inmueble y se dedicará el dinero a pagar ese crédito. Si no hay dinero suficiente, la cuantía pendiente se trata como crédito ordinario. Si, en cambio, sobra dinero, esa cuantía pasa a engrosar el remanente con el que se abonará lo debido a los siguientes de la lista: los acreedores ordinarios (los proveedores, los propietarios de bonos), seguidos de los subordinarios (intereses, créditos de los socios frente a la sociedad o las multas). En último lugar, si la empresa se disuelve y queda dinero, cobrarán los accionistas.
La vía más habitual para conseguir esa liquidez con la que saldar las deudas es la subasta de los bienes si no se encuentra comprador directo. Aquí, por supuesto, tienen ventaja empresas industriales como Abengoa (todavía en preconcurso) o Pescanova. Puesto que poseen inmuebles, naves, maquinaria e incluso patentes susceptibles de interesar a otros competidores. Todo lo contrario le sucede a las pymes que prestan servicios, para quienes su escaso patrimonio no suele superar un puñado de ordenadores y demasiadas facturas pendientes de pago de otras compañías.
Además, está el asunto de qué se subasta. Todo el patrimonio de forma conjunta. Lo normal es trocearlo para poder sacar más beneficio. Pero a veces, nadie parece estar interesado en los bienes. Las subastas quedan desiertas una y otra vez, hasta que el precio desciende tanto que puede parecer hasta una ganga. Algo así, ocurrió con la venta del aeropuerto de Ciudad Real por 56,2 millones de euros. Una noticia que le pareció incomprensible a más de un lector. Casi tanto como cuando en 2009, los propietarios de la empresa de bolígrafos Inoxcrom la vendieron por un euro. En estos casos, los vendedores buscan deshacerse de problemas y los compradores tienen la esperanza de reflotar los negocios con una nueva gestión y en la mayoría de los casos desguazando la compañía para vender las partes más productivas. Pero hay más riesgos de los que parece cuando se hacen este tipo de operaciones. Detrás de esos supuestos chollos hay todo tipo de conflictos, desde deudas escondidas hasta operaciones encubiertas. Mucho se ha escrito, por ejemplo, sobre la habilidad del empresario Ángel Cabo para hacerse a precio de ganga con Marsans o algunas de las empresas de Nueva Rumasa operaciones que más tarde le condujeron a la cárcel.
Los administradores concursales, los primeros en cobrar
Los ejemplos de susbastas conflictivas en estos procesos se multiplican. En cambio, lo que no da para tanta literatura es una de las realidades más incompresibles de la Ley Concursal. Y es que, por delante de todos los acreedores que hemos nombrado en la lista anterior están los propios administradores concursales. Sus honorarios, o aranceles según los llama el Real Decreto 1860/2004, se tasan en función de un porcentaje del activo y el pasivo de la compañía en cuestión y salen directamente de las arcas de ésta. Lo cual significa que una empresa que agoniza financieramente tiene al frente a un señor o señora que debe realizar un plan de liquidación de activos en el que el primero en ingresas dinero será él mismo. Luego con lo que se sobre se pagará a empleados, administraciones públicas, bancos, proveedores etc.
Hay casos, aseguran algunos magistrados, que tras pagar al administrador concursal ya no queda nada de dinero para el resto. Hasta la última reforma de la Ley Concursal, es decir durante toda la crisis, el arancel mínimo estuvo fijado en 3.000 euros para las empresas más pequeñas y superaba los 900.000 para las que facturan más de 1.000 millones de euros. Eso permitió que administradores concursales como Antonia Magadaleno, llegase a cobrar solo por la administración del concurso de Marsans 2,6 millones de euros.
Por supuesto esto tiene sus implicaciones. Si el concurso termina por insuficiencia de masa activa (es decir, porque se ha terminado el dinero), el deudor tiene la responsabilidad de pagar los créditos que quedan pendientes.
El negocio de la quiebra de empresas
En cualquier caso, el método de cobro de los administradores no es la única sombra que recae sobre las prácticas de estos profesionales. Como explicó en su momento la periodista Marisa Recuero en El Mundo, la quiebra de las empresas se ha convertido en un negocio en España. Un negocio para unos pocos eso sí. Y es que, según los datos extraídos de Infocic, ocho abogados se repartieron el 1,6% del total de concursos de acreedores declarados en España durante los años de la crisis. Uno de ellos, llegó a liquidar hasta 175 sociedades en tres años.
Expertos, como el administrador concursal Francisco Vera han señalado públicamente que de los 45.000 administradores concursales registrados en España, 5.000 proceden de un único nombramiento efectuado en 2007. De ellos, los primeros 650 se han llevado un mínimo de cinco concursos cada uno.
Un negocio entre unos pocos que deriva en tramas de corrupción como la destapada en 2014 por la Audiencia Provincial de Alicante, a través de la cual se supo que determinados abogados "cortejaban" a los jueces para que les adjudicaran los concursos superiores a los 10 millones de euros. Ese "cortejo" comenzaba con invitaciones a conferencias muy bien pagadas en hoteles de lujo con todo tipo de comodidades.
La última reforma de la Ley Concursal, aprobada el 25 de mayo de 2015, trató de solucionar estos abusos limitando los honorarios de los administradores concursales a 1,5 millones e implantado una bolsa de administradores de forma que los jueces deben ir adjudicando los concursos en función del orden en que están registrados esos administradores.
Solo un detalle, esta novedad no afecta a los grandes concursos de acreedores, para los cuales el sistema de nombramientos continúa siendo el criterio discrecional del juez.
O dicho de otro modo, reformar para que todo siga igual. O tal vez no. La prueba es posible que la encontremos en los próximos días, si Abengoa no consigue llegar a un acuerdo con los acreedores en la fase de preconcurso y debe ir a concurso. ¿Lo llevará también uno de los administradores concursales estrella?
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