La economía del dato y las famosas apps han democratizado la tecnología, no sólo por ser en muchos (muchísimos) casos gratuitas y eliminar la barrera económica de entrada al mundo más techie, sino por rebajar de forma contundente la curva de aprendizaje necesaria para usar (casi) cualquier cosa que funcione a base de bits. Han hecho que una inmensa mayoría de ecosistemas tecnológicos sean asequibles para el público en general.
Pero este reino bajado de los cielos del pago al suelo de la gratuidad, puede estar tocando a su fin (al menos en parte). En realidad, la tecnología nunca ha sido gratis, sino que tan sólo se rentabilizaba por otros cauces, que ahora han mostrado su (gran) peligro. Es por ello por lo que es momento de plantearse si queremos asumir los riesgos y utilizar tecnología como Android de forma gratuita, o si preferimos pagar por el producto que estamos utilizando, y dejar de ser nosotros mismos el producto que se vende. En Europa empiezan a tenerlo muy claro.
Es Google la que ahora está desde hace unos meses en el punto de mira de Bruselas
No es sólo Google, obviamente, pero el gran imperio del dato por excelencia que supone la compañía de Mountain View sí que puede estar siendo instrumentalizado por las autoridades para mostrar al sector su cara más regulatoria (y es su justo deber hasta cierto punto). Hace ya unos meses que desde Bruselas entraron de lleno a demostrar cómo los datos y su privacidad estaban entre sus principales prioridades en términos de futuro socioeconómico y nueva economía. Así asistimos ya a cómo se redactó una profusa regulación de obligado cumplimiento con los datos de los ciudadanos europeos en el centro de la diana.
Pero el actual panorama de la economía del dato a nivel mundial no sólo aqueja de derechos y privacidades, también aqueja de una cada vez más creciente falta de competencia. Muchas veces somos usuarios de ecosistemas con sólo dos campeones en el mejor de los casos (cuando no un único líder en solitario, constituyendo un monopolio de facto). Ya les analizamos este tema hace algunos años desde un plano tecnológico más amplio.
Ahora en Bruselas han decidido entrar también de lleno con sus órganos competentes (nunca mejor dicho), y así han puesto una fecha límite a Google para que abra el mercado de las apps, sobre el cual ejerce una posición de dominio que cercena la competencia. Además, de esta manera, Bruselas abre la veda a que Google pueda llegar a empezar a cobrar (o no) por sus aplicaciones, en igualdad de condiciones que el resto de aplicaciones. El caso es que quién sabe si incluso en un futuro Android, o al menos algunas partes de él, podrían llegar a ser también de pago.
La todopoderosa Google, a través de su omnipresente Android, fuerza a los fabricantes de smartphones a incluir obligatoriamente sus aplicaciones Google en los terminales. En terminales de gama baja y media, que por recursos hardware muy limitados no pueden tener instaladas muchas aplicaciones, esto supone que los usuarios casi seguro que van a optar por usar cuasi-forzosamente las aplicaciones de Google que les vienen preinstaladas en su teléfono, y que no pueden desinstalar para hacer sitio e instalar las de la competencia. Google quiere que usted use cuantas más aplicaciones suyas (y sólo suyas) mejor, para reunir y acaparar todos los datos sobre usted que estén a su alcance, y explotar esos datos. En Bruselas han considerado que esta práctica es abusiva, y que supone un abuso de posición de dominio.
Pero tras ambos temas, tanto la regulación sobre la privacidad como la economía del dato cuyo máximo exponente es un Android gratuito, lo que verdaderamente subyace es lo socioeconómicamente disruptor que supone un sector emergente y en trepidante evolución como es la economía del dato. No es que no se regule, es que el sector avanza mucho más rápido que una regulación que casi no alcanza a imaginar qué nos quedará por ver en el terreno tecnológico. En otros sectores pasa algo similar, pero la velocidad exponencial del sector tecnológico hace que su caso sea especialmente sangrante. La economía del dato está en el centro de la socioeconomía del futuro: al menos llevamos ganado que ya son conscientes de ello en Europa.
La sociedad en general considera las apps y sus servicios casi un derecho adquirido, que le abre al mundo
No mucha gente valora el trabajo que hay detrás de la tecnología, y (casi) todo el mundo ya asume mayormente como un derecho buena parte de esa tecnología que utiliza a cada minuto, más que como un producto a adquirir. Así, la realidad que se impone es que pocos están dispuestos a pagar por aplicaciones o servicios frente a otras opciones gratuitas, por mucho valor añadido que les aporten. Una buena parte de nuestra sociedad lo quiere todo, a veces incluso con un tono ciertamente exigente, pero es que además lo quiere todo gratis.
Y como en esta vida gratis, lo que se dice gratis, hay pocas cosas aparte del amor (y a veces ni eso), lo cierto es que lo que no pagamos de una forma, lo acabamos pagando de otra: y a veces nos acaba saliendo mucho más caro. Tras la bochornosa e interminable serie de escándalos de privacidad de Facebook (y más que probablemente vendrán), acerca de cuyos peligros ya les habíamos venido advirtiendo en diversas ocasiones desde hace bastantes años, la gente es algo más consciente de que sus datos están siendo explotados sin contemplaciones como esa materia prima del siglo XXI que son, tal y como ya analizamos en “Nuestros datos son la nueva materia prima de la economía, regular la "data economy" es esencial”.
Se prueba más que cierto aquel realista dicho acuñado por los más techies, aquellos que conocían perfectamente los entresijos de la industria, y que rezaba que “cuando la aplicación que usas es gratis, al que están vendiendo es a ti”. Así es, señores y señoras, no se llamen a engaño, esa aplicación o servicio que utilizan alegremente en sus smartphones y que les facilita la vida, conlleva muchas horas de programación, integración, costes de los servidores que la alojan en internet, los dominios, y mucho más.
Está claro que hay gente que económicamente no va precisamente holgada, y que no tiene más remedio que consentir que exploten sus datos, a cambio de tener acceso a una tecnología que necesitan tanto como los más adinerados. Pero el tema no va sólo de capacidad económica, sino de cultura (y sociedad) tecnológica. En principio, el enfoque de que al menos una parte de la tecnología se pueda llegar a considerar un derecho adquirido (o incluso como derecho cuasi-democrático) no tiene por qué tener "todo" de malo, pero sólo podremos acercarnos mínimamente a un concepto así de inocuamente idealista empezando por que el subsector de la economía de los datos se vertebre adecuadamente.
Para esa vertebración de lo que hoy en día es un gran mercado cárnico de venta de ciudadanos al por mayor (al más puro estilo Brexit y Cambridge Analytica), un buen punto de partida es pasar a enfoques sistémicos como el Open Data. Si este modelo además viene de la mano de Blockchain, puede llegar a garantizar y a empoderar a los ciudadanos como los dueños de sus propios datos, algo que nunca deberían haber dejado de ser. Pero, lamentablemente, eso no es ni de lejos lo que está ocurriendo en la actualidad. Hace tiempo que les venimos advirtiendo de que se hace ineludible un cambio de enfoque, que desde Europa ya han empezado a dar con paso firme.
No se trata de imponer “el modelo único” de economía del dato, como corren el riesgo de hacer desde Bruselas
En Europa empiezan a tenerlo muy claro, y lógicamente quieren proteger a sus ciudadanos. Desde estas líneas, nuestro enfoque es algo diferente al que parecen tener en Bruselas, y las autoridades europeas deberían tomar buena nota de ello. Desde aquí lo hemos reclamado en muchas ocasiones desde hace años, y haberse decidido a regular la economía del dato es una excelente iniciativa que sólo podemos aplaudir. Especialmente, cuando además se trata de reconocer derechos disruptivos e innovadores de los ciudadanos, en un nuevo contexto socioeconómico como el que tan trepidantemente vivimos.
Pero hay una gran diferencia entre lo que sería regular la economía del dato, y lo que es imponer un modelo de economía del dato concreto. El gran peligro de no permitir que siga existiendo el modelo de la gratuidad de la tecnología a cambio de la cesión de datos supone, por ejemplo, sacar a tirones del mercado tecnológico a las clases más humildes que no pueden permitirse pagar por apenas ningún extra tecnológico, y en la práctica supondría condenarlas al analfabetismo digital que amenaza en el horizonte (y el primero que habla de ello es el reputado MIT). Y ya no se trata sólo de clases sociales dentro de una misma sociedad, el acceso a tecnología "gratuita" ha hecho de catalizador revolucionando economías poco desarrolladas, hasta situarlas a la vanguardia tecnológica mundial (esto es especialmente relevante en un contexto Blockchain).
Las autoridades deben asumir que, como decíamos antes, la tecnología y su explotación tiene un coste, y ese coste se va a sufragar de una manera u otra. En caso contrario, se corre el riesgo de acabar con muchas empresas tecnológicas al secarles todo atisbo de modelo de negocio posible. En realidad, lo que deben saber ver es que el objetivo real ha de ser darle al ciudadano ese control de sus datos sin eliminar modelos de negocio, como ya adelantábamos antes.
Así que ese pago por la tecnología que se usa deberá ser ineludiblemente hecho de una manera u otra, y se debe seguir permitiendo la posibilidad del modelo “gratis a cambio de mis datos”. Este modelo nos puede llegar a interesar personalmente para ciertos servicios sí y para otros no, debiendo coexistir al mismo tiempo con un modelo de pago por el producto o los servicios que se están utilizando. Y todo ello evitando que el ciudadano como entidad de datos llegue a ser un cliente cautivo (por mucho que sus apps sean gratuitas), respetando su derecho a la libertad de elección en cada momento, y, de paso, fomentando la libre competencia (que siempre acaba trayendo la innovación cuasi-espontánea en casi cualquier sector).
En un escenario en el que, una vez que usted escribe sus datos en un formulario de internet, ya pierde absolutamente el control sobre ellos y nunca más se supo, si nuestros datos están cautivos como viene ocurriendo hasta ahora, ver su vida vendida a pedacitos es lo mínimo que podría llegar a sufrir. Dependiendo de la ética de cada proveedor, además sus datos pueden incluso llegar a perder todo su valor de mercado, por ejemplo, en caso de que usted quiera cambiar de aplicación o plataforma. Salvando algunos condicionantes legales para ciertos tipos de datos protegidos por la ley, imagine que usted se desinstala una aplicación, e impunemente y de manera despechada su ex-aplicación decide dar una última rentabilidad a sus datos, y venderlos de manera pseudo-pública o incluso publicarlos directamente a cambio de cualquier último beneficio ante su pérdida definitiva como usuario.
En ese caso, no sólo quedaría usted huérfano de aplicación porque deberá volver a forjar un nuevo perfil y alimentar de nuevo con todos sus datos a su nueva aplicación, sino que además la nueva aplicación puede tener ya poco interés en unos datos que realmente se han depreciado o incluso perdido su valor completamente. Supongo que ahora son más conscientes de por qué les decía que los ciudadanos deben mantener el control sobre sus datos, ya incluso a un nivel más de derechos sistémicos. En la economía del dato, sin datos o con datos conocidos por todos no hay ningún valor, y una cosa es que nos vendan a todos si es de mutuo consentimiento, y otra muy distinta que nos arrebaten el valor de unos datos que en el fondo nos pertenecen a nosotros (y nos abren la puerta de la industria del dato).
Otros mundos (y otros modelos de datos) son posibles: de nuevo, al sector le toca innovar o morir
Algunos querrán ver en este análisis poco más que una amenaza para su negocio emergentemente tradicional, además de una intención reivindicativa. Nada más lejos de la realidad. Por el contrario, se trata únicamente de hacer conscientes a las multinacionales del dato de que otros modelos de negocio son posibles (y muy necesarios), y de que su portfolio de productos debe pasar del rancio “one size fits all” (“una talla para todos”), al de que cada cliente pueda elegir libremente el tipo de producto que desea comprarles, y a cambio de qué. No es más que eso, que la innovación no sólo entiende de bits, sino también de modelos de negocio, de capacidad de elección, y, en última instancia, de mercado.
Y que ninguno de ellos se sienta indiferente ante este artículo: no deben caer en denostar la potencial competencia desde la seguridad de la atalaya de su particular imperio del dato. Sinceras enhorabuenas por los grandes logros conseguidos hasta hoy; efectivamente, los datos han revolucionado nuestras socioeconomías, y nos han traído avances que nunca habríamos ni siquiera soñado.
Pero deben tener muy presentes debacles (y escándalos de datos) como los de Facebook y sus repercusiones, y cómo a raíz de ello le han acabado surgiendo prometedores competidores de pago como Vero (por cierto, con una nutrida comunidad de embajadores realmente enriquecedora). Lejos de dormirse en los laureles, la industria del dato debe demostrar altura de miras, y ha de tener en cuenta que ya hay en la sociedad una clara “consciencia del dato”, y una demanda de innovar en ese sentido que no está siendo satisfecha por los actores más tradicionales (si se pueden calificar así en un disruptivo sector emergente).
El riesgo no es otro sino que, en algún momento, puede llegar una joven start-up con disruptoras ideas y mucha más pasión, y que haga ver al gigante cómo sus pies en realidad eran de barro fangoso. Los gigantes del futuro surgen de semillas del pasado (y de los errores que los otrora gigantes cometieron). En este mundo que nos ha tocado vivir, la innovación en el sentido más amplio es una permanente obligación de supervivencia. Nadie está a salvo de tener que reinventarse continuamente, y el que no lo haga sabe perfectamente que llegará el día en que otro invente el futuro por él. No hay otra. “In tech (and data) we trust”.
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