Para despedir el año nada mejor que hacerlo con un libro. He elegido para la ocasión El Manantial, de Ayn Rand, su primer gran éxito, publicado en 1943, y donde ya encontramos prácticamente todo el armazón de su pensamiento, que luego desarrollaría en La rebelión de Atlas. Siendo éste el reconocido por la autora como una expresión mucho más completa de sus ideas, desde el punto de vista literario me quedo con El manantial. Eso si, ninguno de las dos las considero como cobras relevantes literarias, pero si herramientas sumamente instructivas para aquellos que quieran profundizar en este wild side que algunos transitamos.
No quiero destripar en exceso la novela, baste señalar que la novela cuenta las vicisitudes por las que pasa Howard Roark, un brillante arquitecto y arquetipo de las ideas randianas, para defender su libertad individual frente al establishment. En definitiva, la confrontación entre el individuo y la masa, entre lo diferente y lo uniformizador, entre lo nuevo y lo caduco, adornado con un romance imposible y alguna que otra acción del protagonista que fijo que escandalizará a los que se esconden detrás de los pobres para proteger sus propios intereses.
Por si alguien está interesado, el modelo que parece tomar Rand a la hora de construir el personaje de Roark es Frank Lloyd Wright, una de las cumbres de la arquitectura del siglo XXI, con una obra impresionante, que es pura iconografía del siglo XX. El Museo Guggenheim de Nueva York está entre las más conocidas, pero sin duda me quedo con la Casa Kaufmann o Casa de la Cascada, un auténtico mito (pensemos que data de 1935). Más allá de las referencia a el manantial simbólico de la creatividad individual, es difícil no asociar dicho edificio y su entorno con el título de la obra y la casa que Roark construye para Wynand, un magnate de la prensa.
He arrancado manifestando que prefiero El manantial a La rebelión de Atlas, que literariamente me encaja mejor. No tengo muy claros los motivos, pero quizás es debido a que incluso siendo los personajes en muchos casos muy planos, sin matices, tienen un mayor desarrollo que los de La Rebelión de Atlas. De hecho, frente al colapso social que se va desarrollando a cámara lenta alrededor de John Galt, en esta novela lo que se producen son colapsos individuales, de la personalidad de los distintos personajes que se cruzan con Roark. El arquitecto viene a ser una suerte de catalizador de una serie de procesos que dejan al descubierto la verdadera esencia de aquellos que le rodean, desde el compañero de estudios hasta el tycoon de la prensa, pasando por el viejo maestro o la snob mujer de clase alta. Quizás esa insistencia en las crisis personales hace la obra más rica y cercana que la ucronía que acabó de coronar a Rand.
¿Qué podría destacar en un blog de economía respecto de esta obra? Más allá del tema central que ya he comentado, creo que hay una serie de cuestiones muy interesantes, algunas de las cuales ya comenté en CienLadrillos. Por ejemplo, lo relativo a los derechos del creador sobre su obra, o visto desde el otro lado, hasta que punto somos propietarios de lo que compramos, sea arte o sea cualquier otro bien. Digo esto porque Rand defiende el derecho del autor a la integridad de sus obra, y para ello hace referencia a férreos contratos. Sin embargo, la realidad es que creo que dicha derecho a la integridad me parece excesivo, especialmente cuando en nuestra realidad se refuerza con fuertes restricciones legales y jurisprudenciales.
Sinceramente, no comparto esa opinión. No entiendo esa protección de las obras de arte frente a la que se dispensa a otro tipo de bienes. Para que nos entendamos, que diferencia hay entre tunear un coche o hacerle un jailbreak a un iphone y acoplarle una pasarela a un puente. La diferencia teórica es que al puente se le considera una obra artística y al coche no. ¿Y quién es el que determina que algo es arte, o que es digno de una mayor protección?, ¿dónde quedan los derechos de aquel que adquiere la obra? Si llevamos las tesis de Rand en este punto hasta el limite estoy seguro que se producirían consecuencias indeseadas para aquellas personas que dicen defenderlas.
Por otro lado en la obra se explicita claramente cómo se consigue la creación de un establishment cultural, capaz de decidir sobre la asignación de recursos públicos y privados. La configuración de multitud de pequeños comités, asociaciones, organismos, en una suerte de red informal es una lección que se ha venido desarrollando a lo largo del siglo XX por cualquier grupo de presión. La amalgama entre esta suerte de pequeñas células, los medios de comunicación, y los políticos, dan como resultado una atmósfera opresiva, de rapiña. Posiblemente las tres patas citadas tengan objetivos distintos, pero se retroalimentan mutuamente y se reconocen como aliados en la búsqueda de sus propósitos. Es sumamente fácil el trasladar dicho escenario a la actualidad, encajando casi a la perfección con la práctica de los lobbies.
¿Qué decir de esa negativa de Roark a plegarse a la demanda del cliente medio? Alguno dirá que va contra la famosa frase de que el cliente siempre tiene razón, de que hay que buscar satisfacer las necesidades del cliente ante todo. Frente a ello Roark deja bien claro que no construye edificios para tener clientes, que tiene clientes para construir edificios, los edificios que el desea. Dicha integridad me parece fantástica, siempre y cuando sea integridad marmórea, como la del protagonista, y no se recurra a Papá Estado para que me solvente la papeleta de ese público que no quiere mi obra.
Es posible que no volváis a ver un rascacielos con los mismos ojos tras leer El manantial.
Más información | Ayn Rand Institute, El Pez Volador, Pymes y Autónomos
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